viernes, 23 de julio de 2010

ESTHER BALLESTRINO DE CAREAGA

“Te ponemos un pentonaval y te mandamos para arriba” (Frases de los torturadores a los chupados antes de enviarlos a los vuelos de la muerte)
- Che, acá dice que la paraguasha nació en Villeta…
- ¿Qué hay con eso?
- Nada… que me llamó la atención porque allí también nació mi vieja, queda en la orilla del río.
- No me jodás Turco! Ahora resulta que la paraguasha nació cerca de un río y va a morir en otro río ¿viste las vueltas que da la vida?
- Sí, veo, … sabés que me da lástima, la pobre no puede comer ni hablar por la patada que el dio el Ángel en la boca, cuando ella lo escupió, en la sesión del miércoles.
- ¿Ah, si? ¿te da lástima? ¡Mirálo vos al Turco bueno! Ahora tiene lástima de una vieja puta y subversiva ¡No seas boludo! Si alguien escucha lo que decís sos boleta.
- Bueno, quiero decir que como la vieja es de la edad de mi vieja, que también es paraguasha, que se yo, no parece tan jodida como las otras. Ella ya se dio cuenta de lo que le espera, por los preparativos.
- ¿Se dio cuenta? ¿Ya sabe que le vamos a poner un pentonaval y que la vamos a mandar pa´rriba? Bueno, le hubieras pedido que te ponga en su testamento ¡PARA CON ESAS BOLUDECES, QUERÉS! Me hacés hervir la sangre, te lo juro. Esas no merecen ni una mirada de nosotros ¿o te creés que dudarían en meterte un tiro si tienen la oportunidad? Que cosa bárbara… cuando te ponés a decir esas cosas me da miedo porque si alguno de los chanchos se da cuenta, chau vos y chau yo. ¿Trajiste las jeringas?
- Me dieron una nada más, total no se van a contagiar de nada si usan la misma esas turras.
- Ja, ja, ja…claro que son unas turras. Así me gusta Turco.

La puerta del imponente y elegante edificio de la ESMA permanece abierta casi todo el día, como una boca voraz, siempre dispuesta a tragar a quienes se aventuran a entrar por ella. El caminante que pasa por allí ignora que el infierno se encuentra dentro de esas paredes. A nadie se le ocurre pensar que esos coches verdes, Ford Falcon, llevan prisioneros que luego depositan en las entrañas ocultas del local. Mirando desde afuera solo se ve un amplio palacete pintado de blanco con techo de pizarra y mansardas. Allí, supuestamente estudian mecánica los aspirantes. Salen ruidos de martillazos, de música a todo volumen, de agua que sale a mucha presión de las mangueras, todos son sonidos destinados a encubrir los gritos de los presos o chupados, subversivos según la policía y el ejército, que sufren sesiones de tortura en la huevera, cuarto que tiene sus paredes forradas con los cartones que protegen los envases de los huevos, para que no se escuchen los alaridos de los torturados.

En una celda de la zona de capuchas (nombre dado por los represores), Esther recuerda su vida anterior y se prepara para el viaje definitivo. Los prisioneros saben que habrá otro vuelo de la muerte y ella está segura de que le tocará partir. Antes fue una intuición, ahora, una certeza, por los detalles que se van sucediendo: primero, la alimentaron mejor y le permitieron sacarse la capucha y no la han venido a buscar para la sesión en la huevera.

Soy paraguaya, de Villeta, ese pueblo que duerme a la vera del río. Aún puedo recordar el olor a podrido de las aguas cuando traían en su cresta peces muertos, hinchados. Recuerdo al ahogado, a Centú, como si lo estuviera viendo en este momento, sin ojos y con las piernas carcomidas por algún monstruo que vivía en el fondo de las aguas que nos daban de comer y que nos asustaban en las noches de tormenta. Escucho la canción de mi madre cuando recoge la verdolaga para preparar alguna ensaladita para los tres: ella, mi abuelo y yo. Estoy parada en la playa esperando que regrese el abuelo de la pesca y me entretengo con las maripositas verdes que beben el agua de los charcos.

Esther era una gran amiga de Francisco y luego de conocer a Amanda, también se hizo amiga de ella, pero siempre priorizó su tarea política, por lo que tenía más afinidad con él que con ella. Esther y las hermanas Ibarra iban a las reuniones de los febreristas y las veíamos tan seguido que para nosotros, eran como de la familia.
Los paraguayos en el exilio conservaban sus costumbres gregarias, se juntaban, hablaban en guaraní y conspiraban para derrocar al gobierno que los había obligado a dejar la patria.
Esther y Raimundo Careaga se casaron y vivieron muy cerca de nuestra casa, con la madre de Careaga que era la machú de la casa, la verdadera ama de casa. Esther no podía dedicarse a su hogar porque trabajaba mucho, era bioquímica, atendía una farmacia y nunca abandono la militancia política. La mayoría de las reuniones se hacían en su casa, durante el fin de semana, la mama de Careaga cocinaba algún plato típico y el matrimonio dirigía la reunión. Cuando contrajo matrimonio Esther ya había pasado la edad usual para esos compromisos, al menos en aquellos años cuando el fenómeno de los niños de probeta o el de los vientres de alquiler era impensable, por eso la noticia de que estaba embarazada la llenó de alegría, lo mismo sucedió con Careaga. Al poco tiempo de nacer su primera hija, apenas unos meses después quedó embarazada nuevamente y tuvo hasta una tercera hija, a los 50 años, en la etapa que mayoría de las mujeres se quejan de la menopausia. Para Esther sus hijas fueron una bendición y vivía inmensamente feliz al ser madre, feliz de realizarse como mujer, destino de maternidad del que ninguna reniega, por más lucha política en que esté inmersa.
Una vez me invitó a pasar las vacaciones con su familia, en un apartamento alquilado, en Mar del Plata. Me parece verla con una de sus bebas en brazos, hablando con su suegra que, por supuesto, era de la partida, y haciendo programas para salidas a cenar en los restaurantes de la parte céntrica de la ciudad. El departamento no era muy grande y nos acomodamos casi 10 personas, incluyendo las criaturas. Esther tenía el don de saber organizar todo y nadie se quejaba de la falta de espacio, todos gozábamos de esos días de holganza, de aire salobre, de sol y de mar.
. Lo que le sucedió a ella, pasó durante la dictadura militar, en esos años de plomo cuando los asesinatos, las torturas y las desapariciones eran moneda corriente.
Nosotros ya vivíamos en Asunción y no estábamos muy enterados de la siniestra persecución a los guerrilleros y a sus familias. Una noche Francisco regresó del centro y contó que Esther estaba desaparecida. Raimundo, su esposo, la había buscado en todas las comisarías, había hablado con políticos, con las personas influyentes que él había conocido y con todo aquel que pudiera saber el destino de su esposa, pero fue inútil. Ella había militado en la organización de Madres de la Plaza de Mayo.

Una de las hijas del matrimonio, Ana María, estaba de novia con un joven que activaba en una organización política prohibida en ese momento de la dictadura militar. En una ocasión en que debía encontrarse con él, sin saber que el muchacho había sido apresado, ella acudió a la cita.
De ese lugar la secuestró la policía paralela y la “chupó” – termino
utilizado para indicar que desaparecería y que la podrían matar-. Desde ese momento Esther y Raimundo la buscaron sin descanso y hablaron con altos jefes políticos para que movieran influencias y salvaran a la joven de tan solo 17 años. Ana María estaba embarazada. Una de esas llaves que tocaron los padres de Ana María abrió la puerta secreta y liberaron a la jovencita. Podemos imaginar la alegría de la familia al recibir a la hija perdida, los Careaga habían obtenido la visa de Suecia para instalarse allí como refugiados políticos y debían partir en pocos días.
Sus compañeras del grupo de Madres de Plaza de Mayo invitaron a Esther a una misa, ella dijo que iría, esa sería la última actividad que compartiría con el grupo de Madres ya que al día siguiente partiría con su familia rumbo a Suecia. Poco tiempo atrás, se había infiltrado en ese grupo, un joven rubio que aseguró ser el hermano de un desaparecido. Cuando la misa terminaba, con la iglesia llena de familiares de desparecidos, el joven rubio señaló a dos monjas francesas y a Esther. Ellas fueron chupadas por grupos que habían copado las salidas del templo. Después se supo que el delator había sido Aztiz, un marino que integraba las fuerzas de la represión.

La mía fue una infancia feliz mientras duró, después murió mi madre y mi taitá no tuvo coraje para criarme él solo, por eso me regaló a doña Restituta Rejala, la usurera del pueblo. Con ella se terminó el tiempo de mirar mariposas y empezaron mis responsabilidades.
Trabajé cinco años por la comida, yo lavaba, planchaba, cocinaba, regaba las plantas, daba de comer a las gallinas, cebaba el mate de madrugada y masajeaba las piernas cansadas de la abuela Teodora. A cambio tenía casa, comida y tiempo para estudiar. Me propuse ser alguien y lo conseguí. Fui una joven seria y solitaria y cuando me recibí de maestra normal, todo lo que había ahorrado de lo que me pagaban por lavar y planchar la ropa de las ahijadas de doña Restituta, lo gasté en un pasaje para Asunción.
Esther organizó a sus compañeras de trabajo y formó un comité femenino, militó después activamente en el Partido Revolucionarios Febrerista y tuvo que irse del país porque sus ideas políticas ponían en peligro su libertad. Hasta hoy viven algunos de aquellos que fueron mozos entonces y que solicitaron su ayuda cuando se sintieron perseguidos.
Una vez presa no tuvo la suerte de su hija, ella nunca más apareció. De acuerdo a testimonios de algunos prisioneros sobrevivientes, se supo, luego de caída la dictadura militar, que ella había estado prisionera en la ESMA (Escuela Superior de Mecánica de la Armada), en una sección llamada “capucha”, junto a las dos monjas francesas capturadas el mismo día en la Iglesia de la Santa Cruz, y con otro grupo de familiares de desaparecidos. No duraron mucho en ese lugar, en menos de un mes, se les dio la dosis de pentonaval (droga que los sedaba) las subieron a un avión y las enviaron a lo que -entre los represores- denominaban vuelos de la muerte. Los cuerpos eran arrojados desde el aire al Río de la Plata y caían, a veces en el agua y otras no.
Fue así que un grupo de esos prisioneros caídos cerca de la localidad de General Lavalle tuvieron el destino de ser enterrados en una fosa común del cementerio de esa población. Muchos años después, cuando se iniciaron las investigaciones sobre las atrocidades cometidas por los militares, esos restos enterrados en Gral. Lavalle fueron exhumados y se comprobó que habían pertenecido, un grupo, a Esther Ballestrino de Careaga. Hoy, ella duerme en paz en el jardín de la Iglesia de la Santa Cruz.
Es un círculo el de mi vida, un círculo perfecto. Mi cuerpo, comido por los peces del caudaloso torrente no siente nada, ya estoy muerta. He sido devuelta a las aguas, porque de ellas salí cuando nací. Mi espíritu ha reconocido el viejo camino y sobre las aguas marrones, profundas y vitales, quise volar al norte, hasta el punto donde se encuentran el Paraná y el Paraguay, nuestras aguas madres. He llegado por fín.
Las fuerzas policiales de la dictadura la habían asesinado pero no pudieron borrar a Esther de nuestra memoria, ella sigue alentando en nuestros recuerdos.