viernes, 27 de septiembre de 2013

Areguá II
Mi marido y yo éramos fanáticos del cine y de la TV y ese aparato fue el primero que tuvimos. Como dije, en Areguá aún no había luz eléctrica y manteníamos la TV entronizada en un lugar de honor y...por supuesto apagada. Mi santa madre, doña Chiquita, que venía los viernes por la noche y se quedaba hasta los domingos por la tarde, era quien me mantenía al tanto de lo que sucedía con la telenovela de terror "Sombras tenebrosas" porque ella no se perdía un capitulo mirándola en la casa de su vecina y amiga, Rubia.
En julio se hizo una reunión en la Municipalidad y participaron no solo las autoridades sino los enviados de la ANDE, las fuerzas vivas de la ciudad y la mayoría de los vecinos interesados en tener el servicio de energía eléctrica.
Luego contratamos a un electricista y se iniciaron, en casi la mayoría de las casas, los trabajos de cableado y otros. Luego de un tiempo prudencial, que nos pareció eterno, una noche fuimos citados a la loma. Era una noche "toda llena de murmullos" y de oscuridad, allí aguardamos hasta que se produjo la magia, se encendieron las luces de un tablero, el ingeniero de la capital había imitado a Dios e hizo la luz.
Volvimos a casa impacientes, por primera vez veríamos un programa en nuestra tele. Estuvimos despiertos hasta que se escuchó la música de Campamento y las palabras aquellas del Aquidabán Niguí.
Al día siguiente se produjo el estreno oficial en la casa y vivieron mis vecinas: Eddi Rios, la enfermera del centro de Salud (¡qué verguenza no recuerdo su nombre!), la tía de mi marido Chiní Cabral - una ceramista de muy buen gusto- y una amiguita de Eddi, entre las dos no sumaban 30 años. Mirábamos la serie "Estación Retiro", con unitarios que duraban aproximadamente una semana. Eran diferentes historias que confluían en esa gran babel de Retiro, con los mismos actores. Y tuve que apelar a todos mis recursos docentes para explicarles a Eddi y a su amiguita que si el actor moría en una historia y volvía a aparecer en otra no era un resucitado sino un milagro de la tele donde todo es un juego. Ellas nunca habían visto cine ni nada parecido.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

MEMORIAS DE AREGUA

Nos mudamos a  la vieja casona de mis suegros en los primeros meses de 1972. Era la mítica casa de Areguá donde la familia de mi marido  pasaba la semana santa y las vacaciones. Nosotros llegamos con nuestros dos hijos, un perro ya crecido, un gato y un televisor, pese a que aún el servicio de luz eléctrica no había alcanzado a Areguá. La casa era grande, tenía tres habitaciones inmensas, ventanas con rejas y techos muy altos, tal como era el estilo del tiempo en el que se construyó, aproximadamente 1906. Una galería al frente recibía a las visitas y otra al fondo, que era el verdadero motor de esa casa con revoque caído pero luminosa. Ella nos acogió con alegría, sus paredes volvieron a  escuchar risas de niños y sus pisos a embarrarse con las travesuras de Luis Fernando y de Jorge.
Tenía un gran jardín alrededor y al fondo no había divisoria que delimitase las propiedades de los vecinos, todo lo verde era uno, continuo y silencioso. Aunque tuviésemos el portón del frente cerrado, las vacas paseanderas entraban por la calle del fondo y se ponían a pastorear el pasto tierno que crecía al costado, sobre una especie de terreno anegadizo. Nuestro perro Pingui trataba de espantarlas pero ellas, orondas e indiferentes, seguían con sus banquetes vegetales.
Al principio todo fue novedad, arreglamos los pocos muebles que teníamos y que casi no íbamos a necesitar porque en la mansión Cabral De Vargas había camas, roperos grandes y antiguos y también había mesas y cubiertos. Yo distribuí los espacios y ubiqué a mis hijos en el llamado cuartito azul, pintado de ese color; al lado estaba nuestro dormitorio y en otra habitación el sagrado aparato de TV.
Sabía, porque había estado allí muchas veces antes de instalarnos, los sitos y donde yo tendría más miedo, uno era la cocina, con un fogón de tres hornallas a carbón (estaba segura que allí vivían no solo lauchas sino algunas ratas, pese a que nunca vi ninguna). Otros miedos se iniciaban al atardecer, cuando debía encender los faroles mbopí, las lamparitas, la petromáx que se debía bombear cuando su luz se debilitaba y esas lámparas finas con pantallas de vidrio, que me transportaban a una época romántica del siglo 18.
Mi marido trabajaba en Asunción, salía en el micro de las 6:30 y regresaba en el último, que llegaba a las 20:30.   (continuará)