miércoles, 25 de septiembre de 2013

MEMORIAS DE AREGUA

Nos mudamos a  la vieja casona de mis suegros en los primeros meses de 1972. Era la mítica casa de Areguá donde la familia de mi marido  pasaba la semana santa y las vacaciones. Nosotros llegamos con nuestros dos hijos, un perro ya crecido, un gato y un televisor, pese a que aún el servicio de luz eléctrica no había alcanzado a Areguá. La casa era grande, tenía tres habitaciones inmensas, ventanas con rejas y techos muy altos, tal como era el estilo del tiempo en el que se construyó, aproximadamente 1906. Una galería al frente recibía a las visitas y otra al fondo, que era el verdadero motor de esa casa con revoque caído pero luminosa. Ella nos acogió con alegría, sus paredes volvieron a  escuchar risas de niños y sus pisos a embarrarse con las travesuras de Luis Fernando y de Jorge.
Tenía un gran jardín alrededor y al fondo no había divisoria que delimitase las propiedades de los vecinos, todo lo verde era uno, continuo y silencioso. Aunque tuviésemos el portón del frente cerrado, las vacas paseanderas entraban por la calle del fondo y se ponían a pastorear el pasto tierno que crecía al costado, sobre una especie de terreno anegadizo. Nuestro perro Pingui trataba de espantarlas pero ellas, orondas e indiferentes, seguían con sus banquetes vegetales.
Al principio todo fue novedad, arreglamos los pocos muebles que teníamos y que casi no íbamos a necesitar porque en la mansión Cabral De Vargas había camas, roperos grandes y antiguos y también había mesas y cubiertos. Yo distribuí los espacios y ubiqué a mis hijos en el llamado cuartito azul, pintado de ese color; al lado estaba nuestro dormitorio y en otra habitación el sagrado aparato de TV.
Sabía, porque había estado allí muchas veces antes de instalarnos, los sitos y donde yo tendría más miedo, uno era la cocina, con un fogón de tres hornallas a carbón (estaba segura que allí vivían no solo lauchas sino algunas ratas, pese a que nunca vi ninguna). Otros miedos se iniciaban al atardecer, cuando debía encender los faroles mbopí, las lamparitas, la petromáx que se debía bombear cuando su luz se debilitaba y esas lámparas finas con pantallas de vidrio, que me transportaban a una época romántica del siglo 18.
Mi marido trabajaba en Asunción, salía en el micro de las 6:30 y regresaba en el último, que llegaba a las 20:30.   (continuará)

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