¡Parecen tan lejanas esas navidades de mi infancia! Ahora, es en mi casa que se festeja la Navidad y el año Nuevo. Me he convertido en madre y abuela y aunque preparo el pesebre -tradicional en Paraguay- siento que no he logrado transmitir a mis hijos ese fervor, esa fe de los hogares realmente cristianos. Debe ser la influencia de mi padre, que sigue firme. Él era ateo y casi siempre estaba ausente en Nochebuena, solía explicarnos que los periodistas no tenían los feriados de los que gozaban los otros trabajadores, pero a nosotros no nos importaba mucho. En aquellos tiempos de machismo rampante las mujeres eran las únicas responsables de acompañar a los hijos y de transmitirles las tradiciones. Mi madre cumplía con ese rol y su esfuerzo máximo consistía en preparar un sabroso pollo al horno acompañado con papas y cebollas que nosotros -los hijos mayores- nos encargábamos de llevar en una gran fuente, al horno de la panadería Atlántico, la más chic del barrio.
En nuestra casa no se preparaba arbolito de Navidad, tampoco el pesebre, creo que eso explica por que los belenes míos lleven una impronta tan bohemia y haya mamuchkas rusas al lado de tortugas de barro y otros adornos que no tienen nada que ver con ese nacimiento.
Nunca nos sentimos tristes por no cenar con nuestro padre, solo esperábamos el momento en que estaríamos libres para ir a la casa nuestros amigos donde había decenas de parientes muy alegres y un pino artificial iluminado, con regalos al pie. Analizando esos momentos con la madurez de ahora compruebo que nunca estuvimos en un lugar nuestro, que no pertenecíamos a ningún lugar. Eramos exiliados, de un país, de lazos familiares, exiliados de la fe.
sábado, 24 de diciembre de 2011
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