domingo, 27 de junio de 2010

Así comenzaba mi novela

Visto y considerando que he perdido como en la guerra- en el concurso Roa Bastos- les regalo a mis seguidores, este trozo de la última novela que escribí


HUMBERTO Y AMANDA

Paraguay, 1965-1990
Hubo días en que el hambre acechaba. Ella, que nunca perdió las esperanzas, buscaba en silencio y en la oscuridad, sus dedos sabían más que sus ojos. Todos los bolsillos pasaban por aquel registro suave y ansioso. Ella conocía escondites secretos, en medias, en latas vacías, detrás de algún libro … y cuando todo sonaba hueco, cuando el espacio recorrido por la mano no brindaba nada, ni un billete gastado y sucio, cuando
el alba amenazaba iluminar un fogón apagado, ella rezaba. Rezaba con desesperación, machacaba las oraciones y las lanzaba al cielo indiferente.
Todos dormían en la casa y podía llorar a gusto, pero tenía ganas de gritar hasta quedar sin voz, sin hambre, sin responsabilidades. Al cabo de un tiempo no le quedaba otro camino que peinarse, tomar el bolso y caminar - acompañada por sus perros – hasta la despensa del coreano a pedirle leche, galleta, café, a suplicarle que le fiara otra vez. Lo pedía con tanta dignidad.
A su regreso encendía el carbón, ponía la pava para calentar agua y cebaba el café, después hervía la leche y colocaba sobre la mesa las dos únicas tazas sanas que le quedaban de una mermada y humilde vajilla y después… se sentaba a esperar. Esperaba que el aroma del café despertara a los durmientes, esperaba escuchar sus voces y se sentía muy feliz cuando ellos podían desayunar sin saber cuánto le había costado conseguir que ese milagro cotidiano volviera producirse. Ella era una santa. Ella, era mi madre.

Buenos Aires -1947-1965
El podía reír desde la mañana hasta la noche, él inventaba palabras para uso exclusivo de la familia, él nos enseñó a soñar, a despreciar las apariencias, a vivir en libertad.
Su solidaridad podía molestarnos. Cuántas veces nuestra casa parecía un palomar lleno de gente extraña. Eran seres delgados, silenciosos y tímidos que aceptaban la hospitalidad mucho tiempo más allá de lo prudente y educado. Esa gente llegaba desde aquel mítico país que no conocíamos, con el olor del miedo que aún no habían superado; esos hombres que apenas hablaban en castellano, miraban pasar las horas y se preguntaban qué harían en esa ciudad tan grande, desconocida y llena de sonidos y olores incomprensibles para ellos, acostumbrados al perfume a flor de coco en el verano y a tierra mojada cuando llovía, allá, en el Paraguay cada vez más añorado. Él les hablaba, les ayudaba a recuperar la confianza, les conseguía trabajo y los alojaba en nuestra casa hasta que podían valerse por sus propias fuerzas para salir a pelear la vida.
Él nos contaba historias increíbles, nos invitaba a entrar en sus locos y osados proyectos y lograba hacernos olvidar la pobreza y las deudas. Él nos hacía sentir reyes y reinas. Él era un mago, él era mi padre.
Los dos se animaron a formar una familia, pero a la manera que pudieron, lejos de tabues familiares y de reglas impuestas por la tradición y por un cerrado fanatismo religioso. Los cincos hijos de Humberto y Amanda (desde ahora Chiquita) les agradecemos el hecho de habernos formado totalmente libres de imposiciones católicas. Crecimos sin saber lo qué era pecado. Gracias, mil veces gracias por eso, papá y mamá.

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