sábado, 29 de mayo de 2010
ABUELAS IMAGINARIAS
ESTE ES UN CAPITULO DE UNA NUEVA NOVELA QUE SALDRÁ PROXIMAMENTE.
Cuando me visitan las musas no desaprovecho el tiempo que me brindan. Anoto todo lo que me dicen y lo copio después en algunos de los textos que he publicado. Si vienen por las tardes, las convido con cocido y coquitos, si vienen por la mañana e interrumpen mi trabajo oficial, trato de escribir, a escondidas, lo que ellas me dictan. Pocas veces las atiendo cuando llegan de noche, soy una mujer normal que me levanto temprano y me acuesto ídem, no puedo andar trasnochando encerrada en mi estudio charlando con esas alocadas y desprejuiciadas musas. Bueno, en el fondo me hubiese gustado ser tan libre como George Sand, participar en cenáculos, tener grandes pasiones y vivir discutiendo teorías en los cafés llenos de humo, sentada junto a midinettes y cocottes, pero soy de un siglo ramplón, lleno de normas que pocas veces me animé a romper. Por eso va este capítulo que me acaban de regalar.
Omaria era mi abuela paterna, ella había venido en el vientre de su madre, desde Siria y se sentía tan argentina como la que más. Casada con Néstor, mi abuelo carnicero, se sentaba frente a la caja del puesto que tenían en el Mercado de Abasto y, desde allí atendía las cuentas y las deudas con ojos escrutadores, que podían ser muy conquistadores cuando ella quería. Vestida con una especie de túnica envolvente que iba desde el cabello negro y enrulado hasta sus rodillas, dándole un aura de celestial, a Omaria no la rozaban las miserias ni las groserías de ese ambiente. Ella era una mujer estatuaria, de cejas tupidas y bien formadas, ojos del color del tiempo – a veces azules y a veces verdes o color miel- de físico grande, caderas rotundas y pechos ubérrimos, Omaria reflejaba abundancia por todos los poros. El abuelo era pequeñito, menudo y muy bueno, pero murió muy joven.
Giselle, mi abuela materna, era muy chiquita, bajita y muy movediza. No recuerdo haberla visto quieta durante mucho tiempo, creo que escribía de noche, cuando todos dormíamos. Se encerraba en el cuarto del lavado, con un cuaderno de 100 hojas, un lápiz de punta fina y la radio portátil; de ese cuarto salían su voz, sus risas, en ocasiones, su llanto. Mi abuela Giselle era escritora y vidente, ella veía todo lo que escribía y sufría cuando sus protagonistas sufrían, se condolía de las penas de sus criaturas como si fueses sus hijas... en realidad lo eran. Mi abuela Giselle cuyo verdadero nombre era Dora, había inventado y adoptado el de Giselle para escribir cuentos de amor y novelitas cortas para una revista femenina y ganaba su buena plata con esa actividad. A nosotras no nos dejaba leer nada de lo que hacía pero cuando pasaba sus borradores a máquina, en la máquina de escribir del abuelo Pedro Juan, yo solía pispar. Aprovechaba cuando ella iba al baño y leía de un tirón esos romances llenos de pasiones atormentadas, con malvadas que querían desbaratar la hermosa relación entre el muchacho bueno y la chica hermosa. Años después me di cuenta de que el filón que había encontrado mi abuela Giselle era el mismo de Delly y el de Corín Tellado. Las historias de amor siempre tienen público.
Dorita era su nombre real y Giselle adivinó que ese nombre y su apellido terminado en doble n, la ubicarían eternamente en el parnaso de las judías. Si, mi abuela Dorita era judía, pero abjuraba de la fe de sus mayores, de sus costumbres y de sus tradiciones. Cuando se casó con el goy de mi abuelo la echaron de familia sin un peso y sin un vestido, sus padres eran inflexibles. Ella odiaba las mercerías y las sinagogas, solo tuvo tres hijas por mandato de mi abuelo que quería verla en la casa, por lo menos, durante la lactancia de las nenas. Mi abuelo fue escribano, era muy recto y muy alto, a su lado mi abuela parecía una palomita. Él la amó muchísimo y la protegió hasta de ella misma, pero siempre le dio mucha libertad, confiaba en ella. Mi madre salió igualita a la familia de mi abuelo: seria, alta y muy noble. Pero no tenía esas gracias de mi abuelita Giselle.
Giselle era muy creativa y cuando quería, se vestía como una de sus heroínas románticas, se cortaba el pelo a la garzón y lo llevaba aplastado sobre la frente, que con los anteojitos de marco redondo le daban el aspecto de un muchachito precoz; si era invierno se ponías medias de lana, negras y gruesas, polleras largas hasta el tobillo, y se maquillaba mucho o nada, de acuerdo al gusto del personaje. Porque ella vivía lo que escribía, hacia las voces de los personajes y necesitaba sentir como ellos. Nosotros estábamos acostumbrados y ya nada nos sorprendía. A veces nos hablaba en francés y mis hermanos y yo solo respondíamos ouí, porque así nos había enseñado
Una vez nos dejo con la boca abierta a la hora del almuerzo y ¡para colmo!, sin comida preparada porque no había venido doña Salustiana que era la esclava de la casa. No miento cuando digo esclava porque, pese a que ganaba dinero por realizar todos los trabajos domésticos, vivía pendiente de los caprichos de mi abuela que interrumpía su trabajo y la enviaba a espiar a la vecina que tenia una pensión, solo para saber a que hora había llegado el pensionista poeta que allí posaba. Giselle se había inspirado en él para uno de sus romances. Otras veces, cuando Salus paraba a descansar un ratito y se ponía a escuchar su radioteatro preferido, Giselle la enviaba a pedir prestada la peluca rubia de su comadre que vivía a tres cuadras. Estoy escribiendo sobre una pobre prostituta que se enamora de un cliente y él se enamora de su hija que no sabe cual es el trabajo de su madre, explicaba a Salus y ella, quedaba embobada escuchando, las historias de Giselle le gustaban más que las de Nené Cascallar.
Dije que nos dejó sin comida a mis hermanos y a mí porque ella estaba esperando una idea, una ayuda de sus musas y se olvidó de cocinar. Entonces, en lugar de llorar de hambre como una mendiga del siglo 19, anuncié –Hoy viene de visita abuelita Omaria.
Giselle salió de su ensimismamiento y volvió a la “nave madre” ¿Qué decís?
-Que hoy hable por teléfono con abuela Omaria y me dijo que estaría por aquí para ver si necesitamos algo.
-¡Ayyy! Que va a ser de mi! ¡Recién me lo decís? No tenés compasión – Giselle gemía como en una sala de parto hasta que una de las musas le soplo al oído alguna idea y fue hasta el teléfono para da ordenes.
- Hola ¿con la pizzería? mándeme 2 de mozzarella con anchoas – luego
de ver la cara de mi hermanita menor – no, mejor una simple, de mozzarella y otra con anchoas. Vos – me dijo a mi - arregla esta sala lo mejor que puedas y ustedes hagan sus camas. Esto es una emergencia, justo hoy que Salustiana no vino, viene la inspectora, la perfecta.
Si bien nunca habían discutido delante de nosotros y se trataban muy diplomáticamente, la guerra entre las dos abuelas estaba tácitamente declarada. Omaria era la abuela nutritiva y cuidadosa, responsable de sus deberes, dedicada a sus nietos en cuerpo y alma y capaz de todos los sacrificios con tal de vernos felices. Hasta de pasar los fines de semana sin Onésimo, su amante, si algunos de nosotros le pedía que nos llevara al cine. En esos tiempos el abuelo Néstor ya había muerto y ella no pudo acostumbrarse al lecho frío y ancho. Su relación con Onésimo era estable. El le daba lo que ella necesitaba para no sentirse tan sola.
En la otra esquina, como en un match de box, se sentaba mi abuela Giselle, la intelectual, la sensible, pero inútil. Ella no hubiese sacrificado su valioso tiempo de inspiración para salir a tomar un helado con nosotros, o dejar de escribir para cocinar algo rico o para enseñarnos a bordar – como hacia Omaria.
Giselle no era para nada una abuela normal pero la amábamos porque nos daba mucha libertad. Y cuando interpretaba sus novelitas o algún dialogo entre los amantes, todo era superlativamente bueno. Con ella nunca nos aburríamos. Eso si, su juego preferido consistía en asustarnos, si, a nosotros, tres tiernas criaturitas sin padres (habían viajado). Ella nos llevaba siempre al cine, los martes, días de películas de terror; Giselle nos empachó con Drácula y con Frankestein y eso nos sirvió toda la vida. A mi, por ejemplo, para detectar a la gente con rasgos de vampiros que en la vida real se portaban como unos aprovechados y a mi hermanita Anabel, para desmayarse cada vez que veía una gota de sangre. Mediante esa fobia consiguió marido, el químico que le hacía los exámenes laboratoriales. A mi hermano no le sirvió para nada útil, pero le quedó el gusto por todo lo gótico.
La disputa por cuidarnos durante los meses que duraría la ausencia de nuestros padres se desarrolló en todos los campos, menos en los de batalla. Para Giselle era una cuestión de honor, nos quería mucho y si perdía frente a su rival quedaría como una abuela inservible. Si no había sido una madre judía estaba decidida a ser una abuela judía. Omaria era más alta y más robusta pero menos astuta, y perdió. Para ella, tenernos hubiese sido como revivir, su destino de madre de un solo hijo la hizo sufrir el síndrome del nido vacío desde que mi padre se fue a vivir con mi madre, y nunca pudo recuperar su identidad materna, ella nos necesitaba pero se conformaba.
Esa tarde de la visita de la abuela Omaria, Giselle estaba como sobre ascuas, había enviado un cuento a un concurso y era el día en que darían a conocer el resultado. Normalmente nos hubiera enviado a la plaza con Salus, para poder salir tranquila a tomar un te en una confitería del centro, sola, a rezar para ganar el concurso. Omaria le fundió el programa
Giselle se sentó en la sala con una carpetita de crochet en las manos, la había comenzado cuando mis padres viajaron y nunca más la tejió, solo cuando Omaria anunciaba su presencia ella recordaba que alguna tarea doméstica sabía hacer y volvía a la carpetita. Nosotras, luego de la pizza, estábamos satisfechas y aguardábamos el postre que, seguramente traería la otra abuela, la dulcera.
En tanto aguardábamos, Giselle preguntaba cómo nos iba en la escuela y que habíamos aprendido últimamente. En cuanto podía, nos contaba alguna travesura suya en sus tiempos de colegiala, nos reíamos con ella y Omaria solía encontrarnos de muy buen humor. Ambas abuelas tomaban el te con gestos muy educados, eran actrices aficionadas que interpretaban sus roles mejor que muchas actrices conocidas. Hasta que, al oscurecer, cuando ya las nubes de las seis comenzaban a enturbiar el cielo del otoño porteño, Omaria se preparaba para ir a su casa. Giselle, a estas alturas se sentía mas tranquila, la abuela Omaria no nos llevaría con ella al lejano barrio donde tenia una quinta llena de árboles frutales. Al despedirse, se daban abrazos muy cordiales y, las dos quedaban con la satisfacción del deber cumplido.
En esos meses de ausencia de mis padres, yo aprendí a maquillarme con toda la batería de afeites de Giselle. Ella no se enojaba si yo permanecía en silencio, mirando como se transformaba. Además me inculcaba reglas de belleza que me ayudan hasta hoy, como mantener el cutis limpio, acariciarlo con cremas limpiadoras y luego humectarlo con sustancias naturales, como el rocío que quedaba preso de los pétalos de las rosas del jardín o el líquido que vivía en el interior de las carnosas hojas del aloe.
Giselle, cuando adoptaba su personalidad de escritora se sentía libre de vestirse como se le daba la gana. Una tarde debía concurrir a una reunión con las chicas de EPA (Escritoras Pasionales Argentinas) y, como había estado leyendo sobre la vida de una escritora judía, nacida en Kiev y muerta en un campo de concentración luego de ser capturada en una provincia francesa, mi abuela Giselle decidió vestirse a la moda de 1941. Se puso un vestido de jersey negro, que había sido de su madre y le caía hasta los tobillos; se calzó mis zapatos Guillermina y transformó una gorra tejida de color rosa en una sombrerito coqueto atravesado por una pluma tornasolada del loro Epaminondas – loro sagrado de mi abuelo- y, con varias vueltas de collares de perlas falsas y muchas ojeras artificiales, partió rumbo al te de las consocias de tan respetable club de escritoras.
A su vuelta la oí comentar que Melina Di Tore había sido la única en criticar su atuendo, pero mi abuela había respondido que “Una escritora es una artista y puede vestirse como quiera”.
Hasta hoy añoro aquellos días con mi abuelita Giselle.
www.plumaypalabras.com.py
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
2 comentarios:
Querida Lita,te envidio profundamente,has tenido unas abuelas raras para su tiempo,sinembargo las mias,en nada se parecen a las tuyas.La una,no fue a la escuela y la otra muy lectora,pero solamente de la tribuna ,el liberal y otras páginas.
Estoy en casa de mi hija Ma.Eugenia,leyendo en tu blog tus interesantisimos artículos.
"Quien a su padre se parece,honra merece"
estoy loca por leer tu próximo libro,heredaste de tu abuela Giselle tus anteojitos rosados?
Te abraza Ana María
Querida Ana María, pienso que sos mi amiga tan querida, pariente de mi marido, si tu hija María Eugenia, la que vive en Alemania te hizo leer mi blog habrás encontrado lo de tu querido Oscar. Es una gran alegría saber que estás bien, juntas vamos a esperar, muy esperanzaadas, a que den el resultado del concurso, si gano compartiré con mis amigas y mi familia mi inmensa alegría. Un besote, Lita.
Publicar un comentario